Yo soy ignóstico.
Leyó usted bien, y no cometí ningún error de escritura: soy
ignóstico.
¿Y qué es eso?, quizá se pregunte. Bueno, el ignosticismo consiste, dicho en
breve, en la exigencia de definiciones cuando hablamos de dios. La idea es que
toda idea teológica debe poder definirse de manera precisa y formal. Sin esas
definiciones, todo lo que se tiene serían sin sentidos cognitivos, términos
vacíos.
Pero, ¿no me precio de ser ateo? ¿Acaso cambié de opinión o
estoy cayendo en una más de mis contradicciones? A final de cuentas, podría usted razonar, suele
establecerse que el ignosticismo y el ateísmo son incompatibles…
En mi opinión, no. Si el término está vacío, como señala la
crítica ignóstica, entonces no hay un referente real (la entidad existente formalmente
definible) al que haga referencia. El problema de la existencia de dios es, por
tanto, un problema de definiciones que, en el mejor de los casos, se resuelve a
sí mismo (por ausencia), y, en el peor, establece la posibilidad de probar (someter a prueba)
la existencia de dios a partir de las definiciones que se establezcan. Y yo no
conozco una sola definición formal, precisa y suficientemente completa de dios que
haya probado su existencia, por lo que asumo con confianza su
inexistencia.
Así que sí: soy ignóstico y ateo a la vez. Y también
antiteísta.
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